Ciudad de México, febrero de 2012. Es el mes de las inscripciones. Los compañeros de mi hija presentan exámenes de admisión, de ingreso o de diagnostico. Cucacha también los presenta, llena de nervios. A diferencia de sus compañeros, ella los reprueba.
Hacemos citas, visitamos escuelas, recorremos la ciudad, preguntamos y nos sumerguimos en una maraña de rumores:
– Dicen que la escuela, pongan el nombre que quieran, tiene un programa para niños así…
– ¿Porqué no llamas a la escuela tal? A lo mejor ahí…
– ¿Te acuerdas del hijo de X, ellos fueron a tal lugar y ahí les ayudaron…
La lista se hace eterna y crecen la angustia, la desazón y la desesperanza.
Después de uno de estos rechazos, especialmente doloroso, Cucacha pregunta:
– ¿Pero, porqué no quisieron que entrara a esa escuela? ¿Qué saqué en el examen?
Yo la abrazo y le respondo:
– Porque tú, mi niña, aprendes distinto a los demás, aprendes despacio, con otro ritmo, de otra forma. Entonces, tenemos que encontrar una escuela que te entienda y que te ayude.
Ella confía; está todavía en la edad en la que uno sabe que mamá y papá arreglarán las cosas.
Sólo que, esta vez, estamos tanto o más desconcertados que ella. La ley dice que todos los niños tienen derecho a la educación, y hace tiempo se cerraron las escuelas especiales, las que atendían bien o mal, a niños con problemas de aprendizaje. Ahora hay otro esquema, de «integración» le dicen.
En la imaginación de sus creadores, uno va, escoge una escuela, aclara que el niño tiene necesidades especiales, y la escuela debe admitirlo y atenderlo. La realidad es, claro está, completamente otra.
Mi búsqueda aún no termina, mi agenda está llena de citas por todos lados. Conozco el procedimiento: hacer la cita, tener una primera entrevista, programar una visita y un examen para, finalmente, obtener una respuesta. Estoy segura de que encontraré un lugar, de que ésta es una carrera de resistencia y no de velocidad, de que mi niña aprenderá, de que irá a una escuela.
Cuando empecé la búsqueda pensé «es cosa de echarse un clavado a internet, seguro ahí encuentro escuelas, páginas algo de información». Me topé con un desierto. Aparecen sí centros que ofrecen diversas terapias, pero nada más. No encontré a los verdaderos protagonistas: a los niños y a sus padres.
Estoy segura de que somos muchos, pero estamos desconectados, escondidos, quizá incluso avergonzados. Nuestros niños se enfrentan al rechazo, a la burla, a la discriminación, al mal trato y a la humillación; nosotros los reconfortamos de la única manera que sabemos: con todo el amor que estamos seguros que sí comprenden.
Somos muchas las madres que escuchamos palabra hirientes: «tu niño no puede», «tu hija no entiende», «es que es muy lenta», «es que no se aprende la tabla», «es que no tiene la capacidad», «aquí lo tenemos, pero entiende que no da el ancho». No quiero imaginar lo que ellos escuchan en el salón.
Decidí comenzar este blog para tener un punto de referencia, un buzón en el cual todos los que enfrentamos situaciones así podamos compartir nuestra experiencia, dejar información, obtener información, denunciar abusos o compartir nuestra experiencia. Espero que sea un espacio útil para ayudar a nuestros hijos.
¿Qué es «Cucacha»?
Así le decimos a mi hija. Desde que aprendió a hablar, Cucacha inventa palabras de una forma muy especial y divertida. Cuando no recuerda alguna palabra, acomodada el sonido que le es familiar y suelta algo que suena a lo que quiere expresar. Así nació la palabra Cucacha, cuando hace algunos años, en el vestidor de una tienda, ella me observaba mientras me probaba una blusa, cuando le pregunté:
– ¿Cómo me veo?
Respondió muy oronda:
– Te ves muy «cucacha»
Tardé un poco en comprender y, al final, entendí el piropo.
Por ella, para ella y para los que son como ella va este blog.